Capítulo 6
Anaís, con los hombros tensos, se armó de valor para hacer la pregunta que le pesaba en la garganta.
-¿Podrías prestarme algo de dinero? -murmuró, sus dedos jugueteando nerviosamente con el borde de la servilleta.
Fabiana la miró con una mezcla de incredulidad y resignación, las arrugas de preocupación marcándose en su frente.
-La semana pasada le regalaste a Roberto unos gemelos de doscientos mil pesos, ¿y ahora me dices que no tienes dinero?
Un rubor tenue coloreó las mejillas de Anaís mientras se rascaba la mejilla con gesto avergonzado.
-Ayer tuve que pedir prestado para pagar el hospital, pero te lo devolveré después.
Fabiana sacó su celular y, tras unos toques rápidos, realizó una transferencia de diez mil pesos. Con un gesto maternal, posó su mano sobre el hombro de Anaís.
-Tu familia lleva años limitando tus gastos, y tú sigues guardando todo para comprarle regalos a Roberto e incluso tratar de ganar el favor de sus parientes —le dio un apretón suave-. Olvídalo, de nada sirve hablar más. No tienes que devolver este dinero, y si esta noche
no tienes dónde quedarte, puedes volver aquí.
Una calidez inesperada se expandió en el pecho de Anaís ante aquellas palabras de genuina preocupación.
El camino hacia la residencia Villagra se extendía ante ella como una ruta inevitable. Necesitaba sus documentos, especialmente su identificación, antes de presentarse en el Grupo Lobos. Cada paso sobre el pavimento resonaba con el peso de años de memorias, algunas tan amargas como dulces habían sido alguna vez.
El timbre emitió su característico sonido cuando Anaís presionó el botón, sus dedos temblorosos traicionando su aparente calma.
-¿Quién es? -la voz juvenil resonó desde el interior.
La puerta se abrió revelando a Raúl, cuyo rostro se transformó instantáneamente al reconocerla. Sus facciones, que en otro contexto podrían considerarse atractivas, se contorsionaron en una mueca de disgusto.
-Anaís, ¿qué te pasa? ¿No te dije que me prepararas el desayuno temprano? ¿Por qué apenas llegas? Apúrate y hazlo ya, estoy muerto de hambre.
Anaís observó al joven que se erguía ante ella, su figura imponente de casi metro ochenta contrastando con la delicadeza de sus propios movimientos mientras se inclinaba para cambiar sus zapatos en la entrada.
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Capítulo 6
-¿No hay una empleada en la casa? -preguntó con voz serena.
-La comida de la empleada no es tan buena como la tuya -respondió él con desprecio-. ¿Qué te pasa? Has estado cocinando para nosotros desde siempre. ¿No es lo normal que cocines para la familia? Incluso cuando estabas con fiebre alta, cocinabas, y mamá te elogiaba, y eso te hacía feliz todo el día.
“¿Feliz?“, la palabra resonó en su mente como una burla cruel. Sus ojos se desviaron hacia la sala, donde Victoria, Héctor y Bárbara ocupaban el sofá como un perfecto cuadro familiar del que ella siempre había sido excluida.
Victoria resopló al verla, el desprecio evidente en su voz.
-Pensé que no vendrías a hacer el desayuno hoy. ¿Ya no puedes fingir más? Anda a la cocina, tu hermano está muriendo de hambre. No pareces una hermana mayor.
Bárbara, instalada cómodamente en el sofá doble, esbozó una de sus sonrisas estudiadas.
-Hermana, quiero brócoli con camarones salteados -su voz destilaba una dulzura artificial-. Por favor, no pongas mucha sal en los próximos menús, no quiero retener líquidos porque tengo una sesión de fotos con Rober.
Girándose hacia sus padres, agregó con voz melosa:
-Papá, mamá, ¿qué van a comer ustedes?
El rostro de Victoria se iluminó mientras acariciaba el cabello de su hija menor.
-Barbi, eres muy considerada.
Anaís permaneció en el umbral, una sonrisa irónica dibujándose en sus labios mientras observaba la escena. La empleada se aproximó, extendiendo un delantal con gesto
impaciente.
-Señorita, antes siempre te levantabas a las cinco para hacer el desayuno, ¿por qué llegaste a las siete hoy? Todos están esperando con hambre. La próxima vez, si vas a llegar tarde,
avísanos.
“Una sirvienta“, pensó Anaís, “eso es todo lo que soy para ellos“. Sin dignarse a tomar el delantal, giró hacia las escaleras.
La sorpresa colectiva fue casi palpable. Raúl se levantó de un salto, su voz teñida de indignación.
-Anaís, ¿qué te pasa? Estoy realmente hambriento. Primero pídele perdón a Bárbara por no estar en su cumpleaños ayer, y luego ve a hacer la comida.
-Anaís, a ellos les gusta cómo cocinas tú, ya estás acostumbrada -intervino Victoria con tono condescendiente-. No hagas berrinches ahora.
Al pie de las escaleras, Anaís se detuvo. Una sonrisa enigmática se dibujó en sus labios
mientras el peso de años de servidumbre voluntaria se desvanecía con cada escalón que la
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Capitul
separaba de su antigua vida.