Capítulo 112
El archivo del Grupo Lobos se extendía majestuoso ante sus ojos, un espacio sobrecogedor de trescientos metros cuadrados donde el silencio reinaba como un guardián celoso. Anaís, con la escoba en mano y el corazón ligero, había anticipado una ardua tarea de limpieza. Sin embargo, al cruzar el umbral, descubrió que el personal de mantenimiento ya había realizado su labor con meticulosa dedicación. Ni una mota de polvo se atrevía a posarse sobre los anaqueles perfectamente ordenados.
Un suspiro de alivio escapó de sus labios mientras sus ojos recorrían las hileras interminables de documentos. Con la pereza susurrándole dulces promesas, tomó el primer libro que encontró y, sin molestarse en examinar su portada, lo colocó sobre su rostro. El suave roce del papel contra su piel la arrulló hasta que el mundo exterior se desvaneció en la quietud del
archivo.
El tiempo se deslizó como agua entre sus dedos hasta que una presencia perturbó su paz. El libro fue retirado de su rostro con delicada firmeza, y al abrir los ojos, su mirada se encontró con la de Efraín. Un escalofrío eléctrico recorrió su columna vertebral, erizando cada vello de
su cuerpo.
-¿Los días de convivencia con un jefe? -La voz profunda de Efraín resonó en el espacio, pronunciando cada palabra con precisa claridad.
“¡Santo cielo! ¿Cómo llegó ese libro aquí?” Un rubor intenso tiñó las mejillas de Anaís, mientras su mente buscaba desesperadamente una explicación.
-Es de alguien más se apresuró a aclarar, sintiendo que el calor en su rostro se intensificaba
hasta alcanzar la raíz de su cabello.
La puerta del archivo permanecía cerrada, creando un mundo aparte donde solo existían ellos dos. Efraín, de pie junto a ella tras abandonar su silla de ruedas, proyectaba una sombra imponente sobre su figura. Sus dedos, largos y elegantes, comenzaron a hojear el libro con
curiosidad contenida.
El pánico se apoderó de Anaís, quien en un movimiento impulsivo arrebató el libro y lo arrojó lejos.
-Por favor, Presidente Lobos, ese tipo de lecturas no son apropiadas para usted -musitó con voz temblorosa.
La figura de Efraín, envuelta en un traje negro que acentuaba su porte aristocrático, se movió con estudiada parsimonia. Sus ojos evitaron el rostro sonrojado de Anaís mientras respondía:
-Te envié aquí a limpiar, no a dormir.
-Lo lamento mucho -respondió ella, inclinándose en una disculpa formal.
Con movimientos pausados, Efraín regresó a su silla de ruedas, manteniendo intacta su dignidad. Su voz, aunque distante, conservaba un matiz de autoridad natural.
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Capítulo 112
-Acompáñame.
-¿Ahora mismo?
-Sí.
Anaís se posicionó tras la silla de ruedas, lista para empujar.
-Como usted diga.
D
“No es mala idea mantener una buena relación con él“, reflexionó mientras avanzaban. Efraín, a diferencia de Samuel, poseía un código moral inquebrantable que le impedía tratarla con el desprecio que otros le mostraban.
En el estacionamiento subterráneo, la ausencia de Lucas Martínez la sorprendió. El asiento del conductor permanecía vacío, expectante.
-¿Debo conducir yo? -preguntó, dubitativa.
Efraín, ya acomodado en el asiento trasero, entornó los ojos con un dejo de ironía.
-¿0 prefieres que lo haga yo?
-¡Por supuesto que yo conduzco! -se apresuró a responder, deslizándose tras el volante-. ¿A dónde nos dirigimos, Presidente Lobos?
-Al Mirador del Descanso.
Aquellas palabras cayeron sobre ella como un presagio sombrío. Sus manos se crisparon sobre el volante mientras un escalofrío gélido recorría su espalda. Los rumores sobre la señorita Córdoba resonaron en su memoria: su última morada se encontraba en aquel lugar exclusivo, donde solo los más influyentes podían descansar eternamente.
El sudor comenzó a perlar sus palmas mientras recordaba los rigurosos controles de seguridad y el sistema de reconocimiento facial que guardaba la entrada del recinto. Una pregunta inquietante se formó en su mente: si la muerte de la señorita Córdoba guardaba alguna relación con ella, ¿acaso Efraín planeaba su venganza en aquel lugar sagrado?
Sus ojos buscaron los de Efraín en el espejo retrovisor. La perfección de sus rasgos, que tantas veces la había dejado sin aliento, ahora le provocaba un temor reverencial. Aquella belleza escultural podía transformarse en una máscara aterradora cuando la ira lo dominaba. Con el corazón martilleando contra sus costillas, Anaís esbozó una sonrisa temblorosa, intentando mantener la compostura bajo el peso de su mirada penetrante.
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