Capítulo 422
Despertó temprano al día siguiente y sintió que el cuerpo a su lado ardía.
Se incorporó de golpe y le puso una mano en la frente.
-¡Señor Lobos, está ardiendo en fiebre!
La chimenea había mantenido la habitación cálida toda la noche.
“¿Cómo pudo enfermarse así?“, se preguntó extrañada.
Efraín entreabrió los ojos con lentitud y emitió un sonido vago.
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Anaís estaba realmente preocupada. La noche anterior apenas se habían quitado las chaquetas al acostarse.
Se puso rápidamente su propia chaqueta.
-Intente refrescarse un poco. Voy a bajar a recepción a ver si tienen alguna medicina.
Lo ayudó a levantarse para ir al baño. Al tocarle la muñeca, sintió su piel quemando.
El rostro de Efraín estaba encendido; sus pestañas bajas le conferían una extraña
vulnerabilidad.
Anaís se aseó también deprisa y luego lo ayudó a bajar.
Fue deprisa a la recepción.
-Disculpe, ¿tendrá por casualidad algún medicamento para la fiebre? Mi acompañante está
enfermo.
La recepcionista negó con la cabeza con pesar.
-Lo siento mucho, se nos terminaron hace unos días.
A Anaís no le quedó más opción que volver deprisa, ayudar a Efraín a subir al coche y preguntarle a Lucas:
-Lucas, ¿traes alguna medicina para la fiebre en el coche? El señor Lobos está ardiendo.
Lucas lucía impecable; no parecía haber pasado la noche en el coche. Anaís se preguntó dónde habría dormido.
Pero no tenía cabeza para eso ahora; la salud de Efraín era lo único que importaba.
Lucas negó con la cabeza, también con gesto preocupado.
-Vamos primero al pueblo más cercano, está a unos veinte kilómetros.
Anaís subió la calefacción, ayudó a Efraín a acomodarse mejor y le secó el sudor de la frente con un pañuelo.
-Aguante un poco, señor Lobos. Ya vamos al pueblo.
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El parador estaba realmente aislado, en medio de la nada.
Anaís lamentó no haber metido algún ibuprofeno en su bolsa.
Lucas puso en marcha el coche y arrancaron despacio.
Mientras tanto, en la recepción, las dos encargadas se calentaban las manos junto a la chimenea. Una comentó:
-¿Viste que anoche, con la nevada, salió uno de los huéspedes? ¡Afuera, en plena noche! Con ese frío, se pudo haber congelado. Lo vi por la ventana y hasta me asusté.
Ambas se frotaron las manos, conscientes del frío glacial que hacía afuera durante la noche.
-¿Estará loco? ¿Pues no podía ver la nieve desde la ventana? Capaz que se enfermó.
-No sé… a lo mejor vi mal. Pero juraría que vi una sombra afuera.
El coche de Anaís llegó a un cruce y encontraron el camino bloqueado.
La fuerte nevada de la noche anterior había cerrado todos los accesos; era imposible llegar al
pueblo.
Y Efraín, a su lado, había dejado caer la cabeza sobre el hombro de ella. Parecía dormitar, con las mejillas encendidas por la fiebre.
Anaís no se atrevió a moverlo por miedo a que se cayera, así que pasó un brazo alrededor de su cintura para sostenerlo.
Lucas, desde el asiento del conductor, los miró por el retrovisor un instante, pero no dijo nada.
Anaís se sintió cohibida.
-Lucas, no pienses mal… Es solo para que no se caiga. Está muy mal por la fiebre.
Lucas maniobró el volante sin darle mayor importancia.
-Lo sé.
Anaís respiró aliviada, pero la ansiedad volvió al mirar la nieve caer.
-¿Y ahora qué hacemos? No podemos llegar al pueblo, y en el parador no hay medicinas… ¿Seguimos directo hacia la hacienda?
Apenas terminó de hablar, se oyó la voz débil de Efraín:
-Sigamos… a la hacienda.
Su voz era apenas un susurro ronco.
Lucas frunció el ceño, preocupado, pero obedeció sin replicar.
Curiosamente, el camino hacia la hacienda no estaba bloqueado, aunque seguía nevando con
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Capitulo 422
fuerza.
Como aún faltaban varias horas de viaje, Anaís pensó en recargarse para descansar, pero la cabeza apoyada en su hombro se movió levemente.
Se
puso rígida, incómoda, y tuvo el impulso de apartarse.
Pero al intentar moverse, Efraín casi resbala del asiento. Anaís tuvo que volver a su posición anterior y seguir sirviéndole de apoyo.
El coche pasó por un bache con una fuerte sacudida. Anaís levantó instintivamente la mano para sujetar la cabeza de Efraín, pero en ese momento sintió un roce cálido y húmedo en su cuello, como si los labios de él la hubieran tocado.
En un acto reflejo, Anaís lo apartó bruscamente, sujetándolo por los brazos para mantenerlo erguido en el asiento.
Desde delante, Lucas fue testigo del sobresalto de Anaís por el retrovisor, pero no hizo
preguntas.
Anaís sintió el calor subirle a las mejillas y se mordió el labio, avergonzada.
-Oye, Lucas, ¿quieres que maneje’yo un rato? -sugirió.
Lucas la ignoró.
A Anaís no le quedó más que resignarse a seguir en el asiento trasero, sintiéndose cada vez
más incómoda.
No se atrevía a soltar a Efraín por completo, así que permaneció sentada de lado, tensa.
Diez minutos más tarde, Efraín abrió los ojos despacio. Su mirada era confusa, perdida, como
si la fiebre lo tuviera desorientado.
Anaís se sentía cada vez más ansiosa, atrapada en la situación.
De pronto, él levantó una mano y le pellizcó suavemente la mejilla.
Ella frunció el ceño, a punto de retirarse, cuando él la rodeó con los brazos por la cintura, atrayéndola hacia su pecho.
Casi al instante, Anaís levantó las manos en señal de rendición, mirando a Lucas en el asiento delantero.
-¡Fue él, Lucas, te juro que fue él! ¡Yo no hice nada! ¡Tú eres mi testigo, eh! ¡Me va a matar cuando se le baje la fiebre y se dé cuenta!
Efraín detestaba que las mujeres intentaran aprovecharse.
Al escucharla, la mano de Lucas tembló sobre el volante, el coche dio una leve sacudida. Inhaló hondo y dejó escapar un sonido ahogado, entre la sorpresa y la diversión.
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