Capítulo 424
La nieve seguía cayendo con fuerza tras la ventanilla. No muy lejos se extendía un campo de ruinas y, más allá, un cielo gris infinito.
Los dedos de Efraín seguían entrelazados con los de ella; el calor de sus palmas era como un volcán ardiendo en silencio.
Anaís no quiso ser severa con él. Como había pedido, lo dejaría estar.
El tiempo transcurría con lentitud, y la fiebre de Efraín, lejos de ceder, parecía aumentar.
Finalmente, inquieta, decidió intentar darle agua otra vez.
Él abrió los ojos despacio; había una bruma en ellos, como si no comprendiera qué pasaba.
-Señor Lobos, no sé dónde se metió Martínez. Mejor lo llevo de regreso. Aunque allá no tengamos medicinas, por lo menos estará más cómodo.
Efraín, sin embargo, se aflojó lentamente la corbata, como si el calor lo sofocara.
Anaís se apresuró a cubrirle el cuello y volvió a ajustarle la corbata.
Efraín siempre iba impecable; incluso los botones de la camisa los llevaba abrochados hasta
arriba.
Ella bajó la cabeza y le arregló la corbata con cuidado, pensando en irse ya sin esperar a Lucas. Pero la palma ardiente de Efraín cubrió de pronto el dorso de su mano.
-No vamos a regresar.
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Su voz sonaba rasposa, febril.
-¿Sabías que por aquí hay flores de ciruelo?
Anaís no ubicaba el lugar; estaba segura de que deliraba por la fiebre, diciendo incoherencias.
-Ah, sí, claro, flores de ciruelo. Si quiere verlas, voy a buscarle unas.
Lo dijo solo por seguirle la corriente, pero los ojos de él brillaron de pronto. -Sí.
-¿Cómo?
Anaís se quedó atónita. Con este frío, ¿de verdad esperaba que buscara flores de ciruelo?
-Señor Lobos…
Ella intentó disuadirlo, pero él soltó su mano y miró hacia la ventanilla con expresión distante.
-Ve a buscarlas.
Anaís observó su perfil.
Tenía el cabello húmedo, incluso las comisuras de los ojos parecían brillantes, y sus mejillas
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estaban arreboladas; probablemente nunca había lucido tan indefenso.
Ella respiró hondo y abrió la puerta del coche a su lado.
-Voy a buscar. Si en diez minutos no encuentro nada, regreso. Tiene fiebre, es peligroso que se quede solo en el coche, no me quedo tranquila.
Los labios de él se curvaron apenas; bajó las pestañas.
-De acuerdo.
Afuera, la nevada arreciaba, cubriendo el suelo con una capa espesa.
Al pisar, Anaís escuchó el crujido de la nieve bajo sus botas.
Caminó hacia la arboleda que se veía a lo lejos, pero no se sentía tranquila dejando a Efraín solo, así que volvió hacia la ventanilla del coche.
Golpeó suavemente el cristal.
Efraín bajó la ventanilla despacio. Sus mejillas seguían sonrojadas por la fiebre, y el viento le agitó el cabello.
Al principio, Anaís había pensado salir solo para darle el avión, buscar cualquier cosa y volver.
Pero el rostro de Efraín tenía un encanto particular. En medio del paisaje invernal, con las mejillas encendidas, tenía un aire casi exótico.
No necesitaba decir nada para que cualquiera estuviera dispuesto a complacerlo.
Anaís jamás pensó que llegaría a sentir una punzada de compasión por él.
Apartó la mirada rápidamente y le advirtió:
-Sube la ventanilla, no te vayas a bajar. Las voy a encontrar, son solo flores de ciruelo.
Se dio la vuelta y se adentró a grandes zancadas en la extensión nevada.
Al principio creyó que lo de las flores de ciruelo era solo un delirio, pero después de caminar unos quince minutos, vio de verdad unas ramas florecidas en la esquina de un muro en ruinas. El rojo vibrante de las flores destacaba sobre el paisaje níveo.
Anaís se sorprendió de que de verdad hubiera flores de ciruelo allí.
Se apresuró a acercarse para cortar una rama, pero en cuanto sus dedos rozaron las flores abiertas, un torrente de imágenes asaltó su mente.
En una cueva oscura, dos niños se abrazaban para darse calor.
Le temblaron los dedos. Miró a su alrededor y, por instinto, siguió un sendero apenas visible.
Tras caminar unos veinte metros, encontró un hoyo en el suelo. El corazón le dio un vuelco.
Era como en su sueño.
Capítulo 424
En el sueño, ella y un niño estaban atrapados en una cueva. El niño estaba aterido, casi sin
vida.
Al día siguiente, ella se había cortado para darle de beber su sangre.
Anaís se detuvo frente al hoyo y miró hacia adentro.
El hoyo era bastante profundo. Ella ya sabía que el niño era Z.
“¿Pero cómo sabía Efraín de este lugar?”
Se quedó inmóvil, con la mente hecha un torbellino.
No fue hasta que dejó de sentir los pies por el frío que recordó de golpe que Efraín seguía en el coche.
Rápidamente se dio la vuelta, cortó una rama de flores de ciruelo y echó a andar hacia el
coche.
Sin embargo, un diálogo fragmentado le vino de pronto a la mente.
“-No te mueras. Aquí en invierno hay flores de ciruelo, son muy bonitas. Te las voy a traer, ¿sí?” “-Oye, ¿me oyes? No te mueras todavía. Te voy a dar de mi sangre, pero no la escupas.”
Anaís dio unos pasos y se frotó las sienes. La voz del niño resonó de nuevo en su cabeza.
“¿De verdad me vas a traer las flores de ciruelo?”
“-Claro que sí. Son como un regalo. Yo las corto para ti y ya son tuyas.”
“-Mmm… Entonces no se te olvide.”
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