Capítulo 824
La última sílaba se alargó en el aire y, de pronto, el silencio se apoderó de la habitación.
Ambos ya estaban casados. Si en verdad pasaba algo entre ellos, tampoco sería tan extraño. Era él mismo quien estaba haciendo un drama de nada.
Después de morderse los labios durante un minuto, soltó al fin:
-Sí comí, pero quería saber a dónde irás estos días.
Sentía un miedo agudo. Le aterraba que, de un día para otro, Anaís le dijera que tenía que irse de San Fernando del Sol.
Ese temor a ser abandonado le carcomía por dentro.
Anaís se acomodó en la mesa. Después de las locuras del día anterior, la verdad es que tenía muchísima hambre. Mirando a Efraín, le dijo:
-Ven, vamos a comer juntos.
Él dejó la computadora, se acercó y tomó asiento a su lado.
No empezó a comer de inmediato; primero, acomodó los platillos que más le gustaban a Anaís cerca de ella y, luego, se inclinó para servirle un tazón de caldo, que le puso justo enfrente.
Anaís ya se había acostumbrado a ese tipo de atenciones. Bajó la mirada y empezó a comer a su ritmo, tranquila.
Raúl, en cambio, no podía con la incomodidad y hasta deseaba arrancarse los ojos. El Efraín que tenía frente a él, seguro no era el de siempre.
Al terminar de comer, Anaís le advirtió a Efraín:
-Tú quédate aquí trabajando, ¿sí? Yo tengo que salir un rato. Y ni se te ocurra mandar a nadie a seguirme, ¿entendido?
En la mirada de Efraín se notó una chispa de inseguridad. Parecía que iba a decir algo, pero solo apretó los labios y asintió con la cabeza.
Anaís salió acompañada de Raúl. Ya en el carro, con Raúl en el asiento del copiloto, él no pudo aguantarse más.
-Oye, Anaís, ¿de casualidad le diste alguna brujería a Efraín o qué?
Anaís no pudo evitar reírse, aunque su risa traía un deje amargo. En el fondo, Efraín siempre había sido así: terco a más no poder, pero también obediente cuando se lo proponía.
Suspiró y puso rumbo al hospital.
Raúl prefirió quedarse abajo, así que Anaís subió sola a la habitación de Lucas. Lo encontró
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con mucho mejor semblante que la última vez. Él la saludó con cortesía:
-Señora.
Anaís arrastró una silla y se sentó a su lado, lanzando de golpe la pregunta que traía clavada desde hace días:
-Lucas, ¿Efraín tiene algún problema psicológico? Digo, he visto que toma medicinas todo el tiempo.
Lucas esquivó su mirada dos veces, pero al final se animó a responder:
-Sí, señora. La verdad, el jefe tiene muchas broncas. Lo que siente, eso casi no lo comparte. Y ni los doctores sueltan palabra. Pero usted, que ha convivido tanto con él, seguro ya se dio cuenta. En cuanto se trata de usted, no importa lo que decida, él siempre se imagina lo peor. Primero se pone como loco, luego se calma y después parece que nada le importa. Siempre es así.
La vez que la forzó a casarse, la vez que la encerró en Bahía de las Palmeras… esos momentos habían sido pura locura.
Ahora, en cambio, parecía estar en esa etapa de absoluta indiferencia, como si de verdad nada le importara.
En el fondo, Efraín ya presentía que lo peor podría pasar en cualquier momento.
Anaís siempre lo supo: lo que más temía Efraín era que ella recuperara la memoria.
Últimamente, Anaís sentía que estaba a punto de recordar algo importante, y ese presentimiento le causaba dolores de cabeza más intensos.
-Lucas, tú sabes que él tampoco me cuenta nada. Es muy terco, o más bien…
No encontró cómo terminar la frase, así que Lucas la ayudó:
-O más bien, el jefe cree que entre ustedes nunca hubo oportunidad de nada. Que toda la felicidad es como una burbuja, que en cualquier momento va a reventar. Por eso vive con miedo de perderlo todo. Y cuando ya no puede más, prefiere no esperar nada. Para él, eso es lo más seguro.
Si no está Irene, no tiene que pensar demasiado. Solo va con la corriente y ya.
Si lo odian, lo aguanta. Si lo malinterpretan, tampoco se defiende.
Siempre ha vivido así.
Anaís sentía una mezcla de frustración y compasión. Cualquiera en su lugar se sentiría igual de impotente frente a una pareja así.
No es que Efraín fuera así por naturaleza; su mente ya estaba lastimada.
Por eso, aunque la noche anterior quiso preguntarle directamente, terminó decidiéndose por ir con Lucas.
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Anaís respiró profundo y se frotó la frente.
-¿Qué debería hacer yo? Siento que Efraín anda muy raro.
Esa inquietud le daba miedo, como si Efraín pudiera desaparecer sin dejar rastro en cuanto percibiera la más mínima intención de Anaís de marcharse.
Pero, en la mayoría de los casos, ese deseo de irse solo existía en la imaginación de Efraín.
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