Capítulo 9
Capítulo 9
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El caos se desató por completo, con los invitados levantando apresurados sus celulares para grabar frenéticamente. Yo estaba en desventaja, sola contra todos, pero afortunadamente los padres de Antonio, preocupados por las apariencias, corrieron a separarnos.
-¡Por favor, por favor! ¡Es la boda de los chicos! ¡Hay tantos invitados mirando! ¡Deténganse!
-¡No me detengan! ¡Hoy voy a matar a esta hija ingrata! ¡Mala suerte! ¡Naciste para arruinarme!
Mariano, completamente fuera de sí por mi provocación, estaba irreconocible. Ni siquiera los padres de Antonio podían contenerlo.
De repente, Carmen gritó eufórica:
-¡Paren! ¡Isabel se desmayó! ¡Ayuda! ¡Que alguien nos ayude!
Mariano se paralizó, me empujó con brusquedad y corrió hacia su hija menor:
-¿Qué pasó? ¿Y la ambulancia? ¡Llamen a emergencias!
En un instante, todos los que me rodeaban se dispersaron para auxiliar a la novia desmayada.
Antonio, desesperado, levantó a Isabel en sus brazos:
-¡Isabel, resiste! ¡Tienes que resistir! ¡Te llevo al hospital ahora mismo!
Aunque estaba hecha un completo desastre, con las mejillas ardiendo de dolor, ver su boda arruinada y el caos que los rodeaba me produjo una inexplicable satisfacción. ¡Qué liberador resultaba perder el control!
Completamente satisfecha, arrebaté en ese momento el micrófono al maestro de ceremonias y, como si fuera la anfitriona, me dirigí a todos:
-Disculpen el terrible espectáculo, señores, El menú del banquete lo seleccioné
personalmente y es exquisito. Les deseo que disfruten la comida y la bebida, y que tengan una vida feliz.
Con esas palabras, me retiré con elegancia, sin mirar atrás.
Ya en el auto, solté un largo suspiro. Bajé el parasol para revisar mis heridas en el espejo. Tenía las mejillas rojas, pero al menos no me había marcado la cara. El cabello estaba algo revuelto, pero bastaba con pasarme los dedos para arreglarlo.
Desde pequeña, los fuertes golpes de Mariano eran cosa de todos los días. Especialmente después de divorciarse de mi madre y casarse con esa zorra. En plena adolescencia, yo los
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Capítulo 9
provocaba a propósito para molestarlos, así que los golpes y castigos se volvieron parte de mi rutina diaria.
Estas bofetadas eran suaves comparadas con lo de antes: los cinturonazos, los golpes con libros, las patadas… eso dolían mucho más. Si sobreviví y llegué a adulta fue por pura
resistencia.
Luego conocí a Antonio. Era tan bueno conmigo, me dio el calor de hogar que nunca tuve. Creí haber encontrado en él mi refugio.
Pero resultó que la tormenta que él me trajo fue más brutal que aquel infierno al que llamaba hogar.
Después de calmarme un poco, busqué apresurada mi celular en el bolsillo.
En su lugar, encontré algo suave. Al sacarlo, fruncí el ceño. 1
Era el pañuelo de aquel amable invitado, había olvidado devolvérselo.
Me pareció curioso que en estos tiempos todavía hubiera hombres que llevaran pañuelos. ¿Qué clase de costumbre era esa?
Aunque el pañuelo era de una calidad excepcional. Como diseñadora de alta costura, reconocí de inmediato lo costoso de la tela.
Era seda y lana, una fibra natural. Ligera como gasa, con superficie pulida, combinando la elegancia de la seda con el brillo y la textura del cachemir.
Un simple pañuelo con materiales tan refinados… Su dueño debía tener excelente gusto.
Tenía un sutil aroma a bosque y hierba fresca. Me recordó a su voz, fría pero melodiosa, igual que la sensación que transmitía el pañuelo.
En una esquina había un “LM” bordado a doble cara.
Recordé que mi despreciable padre lo había llamado “señor Montero“.
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En Altamira, solo había una persona que podía ser llamada señor Montero: ¡un miembro de la poderosa familia Montero!
Pero ¿no eran acaso, los Montero conocidos por su arrogancia y frialdad, por su misterioso bajo perfil, por nunca participar en eventos sociales ni aparecer en público?
Y sobre ese señor Montero en particular, solo se conocía su nombre, nadie lo había visto. Incluso se rumoraba que padecía una extraña enfermedad que le impedía mostrarse en público.
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