Capítulo 103
El peso de la revelación se asentó sobre los hombros de Anaís. Sus dedos, inquietos sobre la pantalla del celular, buscaban respuestas entre fragmentos de noticias antiguas. La historia del amor perdido de Efraín y la posibilidad de su propia implicación en aquella tragedia sacudían los cimientos de su mundo. ¿Por qué seguía con vida si había provocado la muerte del verdadero amor de Efraín? La pregunta resonaba en su mente como un eco sin fin.
Las escasas noticias sobre la señorita Córdoba parecían evaporarse entre sus dedos mientras navegaba por internet. Era como intentar atrapar el agua con las manos: cuanto más se esforzaba, más se le escapaba la información.
El timbre del celular cortó el hilo de sus pensamientos. Un número desconocido parpadeaba en la pantalla.
-¿Qué te pasa Anaís? ¡Me acabo de enterar que lo de Bárbara fue tu culpa! -La voz de Víctor destilaba veneno-. Ya verás cuando seas mi esposa, me las vas a pagar todas juntas.
-Según tu mamá, después de la boda de Bárbara te van a traer como perra amarrada.
-Te vas a arrepentir de esto, ya lo verás. Al final vas a terminar rogándome.
La mirada de Anaís se endureció mientras escuchaba las amenazas vulgares de Víctor. Se había equivocado al pensar que con Aurora Bolaños ocupada, estos idiotas la dejarían en paz. Terminó la llamada con un gesto de disgusto.
La vibración del celular anunció un mensaje de Roberto.
[¿Ya investigaste cómo era físicamente la señorita Córdoba? Ni creas que tienes oportunidad con mi primo. Tú no le llegas ni a los talones, ni por origen ni por capacidades.]
Un suspiro escapó de los labios de Anaís. “Como si alguna vez hubiera soñado con que Efraín me quisiera“, pensó. “Con que no me desprecie es más que suficiente.”
Sus pestañas descendieron mientras tecleaba una respuesta:
[Tanto interés en mi relación con tu primo… ¿Qué pasó? ¿Ya te arrepentiste y quieres volver conmigo?]
Roberto, quien compartía copas con Leopoldo, casi se atraganta al leer el mensaje. La sorpresa inicial dio paso rápidamente a la indignación.
-¡Está completamente loca! ¡Jamás volvería con ella! -exclamó, alzando la voz más de lo
necesario.
Leopoldo levantó la mirada de su copa.
-¿De qué hablas? ¿Volver con quién?
Roberto intentó disimular su exabrupto mientras se servía más licor.
—Nada importante. Es Anaís, que dice que quiero regresar con ella. ¡Por favor! Siempre ha sido
14:24
ella la que anda detrás de mí.
Leopoldo observó a Roberto con atención, sus dedos tensándose imperceptiblemente
alrededor de su copa. Como hombre, podía leer entre líneas: Roberto era un niño mimado que no sabía valorar lo que tenía. Su reacción exagerada delataba sentimientos no resueltos hacia Anaís.
“Bárbara merece algo mejor“, pensó Leopoldo. Llevaba años enamorado de ella en silencio, y aunque sabía que su amor no era correspondido, deseaba su felicidad. Con Roberto todavía atado emocionalmente a Anaís, esa felicidad parecía cada vez más lejana.
Tomó una decisión. Mientras Roberto seguía bebiendo, Leopoldo aprovechó para enviar un mensaje desde el celular de su amigo:
[Tengo pruebas sobre lo que pasó con la señorita Córdoba. Si quieres saber la verdad, ven a verme en persona.]
La dirección que agregó correspondía a un bar de mala muerte, lejos del distrito de La Luna. Un lugar donde una mujer hermosa podría encontrarse fácilmente en una situación comprometedora.
Anaís consideró la propuesta por unos momentos. Para ella, Roberto no era más que un niño rico jugando a ser adulto, incapaz de representar una verdadera amenaza.
El motor de su auto ronroneó suavemente mientras se dirigía al lugar indicado. Sin embargo, al llegar, sus ojos se encontraron con una visión inesperada: el automóvil de Efraín estaba estacionado frente al bar.
“¿Qué hace alguien como él en un lugar así?“, se preguntó, sus manos aún sobre el volante.
Permaneció en su auto, observando. A pesar de estar en silla de ruedas, la presencia de Efraín dominaba el espacio. Su postura erguida y la manera en que giraba la cabeza para observar su entorno reflejaban una autoridad natural que ni siquiera su condición física podía disminuir.
La reciente lectura sobre la señorita Córdoba pesaba en su consciencia, haciendo que sus manos se aferraran al volante con más fuerza de la necesaria. No estaba segura si Efraín la había notado, y la idea de encontrarse con él la llenaba de inquietud.
Su plan era simple: esperaría a que él entrará al establecimiento antes de hacer su movimiento. Sin embargo, Efraín parecía enfrascado en una conversación con alguien que Anaís no reconocía. El ambiente a su alrededor transmitía una calma engañosa.
Después de diez minutos de espera, cuando las escaleras parecían despejadas, Anaís finalmente se decidió a bajar. No había dado más que unos pasos cuando descubrió que Efraín y su grupo seguían ahí, parcialmente ocultos tras una columna. El encuentro era inevitable.
Su corazón dio un vuelco cuando sus miradas se cruzaron. Intentó desviar la vista, pero una
voz la detuvo en seco.
-¡Miren quién está aquí! ¡Es Anaís! -exclamó alguien del grupo, reconociéndola.