Capítulo 275
Bárbara alzó la voz, suplicante, con un hilo de desesperación que rasgaba el aire.
-Efraín, soy Anaís, no me trates así.
Apenas terminó de hablar, un silencio helado se apoderó de ella al verlo incorporarse con lentitud, como si el tiempo mismo dudara en seguir su curso. Sus pupilas se abrieron, atrapadas en un torbellino de incredulidad. ¿Acaso las piernas de Efraín habían sanado por
fin?
Con un impulso febril, se arrastró hacia él, rozando sus pies con una entrega que bordeaba lo patético.
-Efraín, déjame atenderte, ¿sí?
En la penumbra, su voz danzaba con un encanto forzado, buscando atraparlo en su red. Pero entonces, un chasquido metálico cortó la escena: el sonido inconfundible de una bala deslizándose en la recámara. Un dolor lacerante estalló en su pierna.
-¡Aaah!
El grito escapó de su garganta sin que pudiera contenerlo. Antes de que pudiera reaccionar, otro disparo atravesó su otra pierna.
Efraín avanzó hacia ella y se inclinó con una calma perturbadora.
-Llama a Anaís.
Su voz era serena, casi mundana, como si pidiera un favor trivial.
Pero Bárbara no se atrevió a responder. El cañón del arma ahora rozaba su frente, y en los labios de Efraín asomaba una sonrisa tenue, casi burlona.
-Sabes cómo hacerlo, ¿verdad? Haz que venga aquí.
El pánico se apoderó de sus ojos. Había creído que la muerte no le asustaba, pero su cuerpo temblaba como hoja al viento. Haría lo que fuera por seguir respirando. Asintió con frenesí mientras las lágrimas trazaban surcos en su rostro.
“¿Por qué, incluso ahora, sigue pensando en Anaís? ¡Maldita sea esa mujer, ojalá desapareciera!”
Con manos temblorosas, buscó su celular, consciente de que un instante de demora podía costarle todo. Efraín era un enigma: tan peligroso como magnético. Marcó el número de Victoria con dedos torpes, su mente un caos de gritos mudos.
-Mamá, dile a Anaís que venga, que tiene que venir ya. Dile que Efraín la necesita ahora
mismo.
Colgó sin esperar respuesta, incapaz de sostener la mirada de Efraín.
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Él, agachado a su lado, la observaba con una frialdad que la reducía a menos que nada. Para él, no era más que desperdicio al borde del camino. Y, sin embargo, su presencia seguía siendo tan hipnótica que Bárbara, aun en su miseria, intentó arañar una última oportunidad. Tal vez el incienso aún nublaba su juicio.
-Efraín, déjame a mí. Yo también puedo atenderte bien. Anaís ya no es pura, quién sabe con cuántos ha estado. No te merece.
No alcanzó a terminar. Un disparo resonó, y un dolor ardiente explotó en su hombro.
El terror la consumió por completo. Retrocedió torpemente, arrastrándose varios metros, mientras lo miraba con ojos desorbitados. Este no era el Efraín que conocía, el hombre sereno y calculador de antaño.
Él volvió a su silla de ruedas con una elegancia indiferente, limpiando el cañón de la pistola con parsimonia, sin pronunciar palabra.
Bárbara quería gritar, dejar que el dolor escapara en alaridos, pero lo contuvo. No se atrevía. Solo rogaba en silencio que Anaís llegara pronto, porque de lo contrario, aquel rincón sería su
tumba.
Victoria, con el corazón en un puño, temía que algo terrible hubiera atrapado a Bárbara. Corrió a buscar a Anaís sin perder un segundo.
-Anaís, ve rápido a buscar a Barbi, algo no está bien. Usó tu celular para citarse con Efraín y no sabemos qué pasa.
Anaís se levantó de golpe, segura de haber oído mal.
-¿Qué acabas de decir?
Victoria bajó la mirada, ahogada en culpa.
-Barbi dijo que quería a Efraín. Me pidió tu celular y se lo di. Hace un rato llamó llorando, rogando que
fueras. Creo que algo salió muy mal.
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