Capítulo 417
Anaís asintió con un leve murmullo mientras dirigía su mirada hacia Victoria, quien se levantó de su asiento con movimientos lentos y cansados.
-Me retiro, gracias, Anaís, por mantener a flote la empresa de la familia Villagra.
El tono distante de Victoria revelaba la barrera invisible que Anaís había creado al llamarla “señora Larrain“, impidiéndole adoptar la familiaridad que anhelaba.
Una extraña melancolía invadió a Anaís al percibir aquellas pausas en la voz de Victoria. Esa amargura repentina la inundó como una marea silenciosa, abriéndole una grieta en el alma. Intentó articular alguna palabra, pero el nudo en su garganta solo le permitió asentir levemente
con la cabeza.
Victoria avanzó hacia la salida mientras Lucía la escoltaba con fingida amabilidad, dejando solos a Anaís y Raúl en la habitación.
El joven, aliviado por el perdón recibido, recuperó rápidamente su animosidad habitual.
-Anaís, ya leí todos los libros del estante. Me he estado esforzando muchísimo. Puedes llamarme cuando quieras para examinarme, y si no entiendo algo, voy a hacer todo lo posible por comprenderlo. No me dejes aquí solo, por favor. Siento como si todo el mundo me hubiera dado la espalda.
Anaís elevó su mano para acariciarle suavemente la cabeza con gesto maternal.
-Perdóname.
Raúl frunció los labios antes de romper en un llanto desconsolado. Durante ese tiempo de separación, la frustración se había acumulado en su interior. Solo quiso ayudar a Bárbara, su amiga de infancia, pero terminó enredado en esta situación imposible. Anaís, quien siempre lo había protegido, lo abandonó sin vacilar y se negó a visitarlo.
Con el fallecimiento de su padre y el retiro de su madre al convento, su mundo se había desmoronado en cuestión de semanas. Desconocía qué error había cometido mientras soportaba el tormento de los medicamentos y el miedo constante, sintiendo que perdía la cordura poco a poco.
Ahora que Anaís volvía a prestarle atención, su terror finalmente se disipaba, y las lágrimas fluían sin control, como agua de un grifo roto.
Anaís sonrió mientras extraía un pañuelo del bolso para limpiarle delicadamente el rostro.
-¿Cómo puede un hombre adulto llorar tanto?
-No tienes idea de lo intimidante que te pones cuando hablas en serio, Anaís.
-Vas a ser papá, no puedes andar llorando por cualquier cosa. ¿Qué ejemplo le vas a dar a tu hijo?
No anticipó que estas palabras provocarían que Raúl palideciera instantáneamente,
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recuperando su expresión de pánico.
-Perdón, Anaís, de verdad lo siento mucho.
Al observar su reacción, similar a la de un ave asustada, Anaís sintió una punzada de dolor atravesarle el pecho. No recordaba cuándo su hermano había comenzado a temerle tanto.
Entreabrió los labios y esbozó una sonrisa conciliadora.
-Está bien, te voy a poner a prueba más seguido. Lee mucho. El próximo mes vendré por ti, pero recuerda, Raúl, no pienso perdonarte una y otra vez. La paciencia tiene límites, y el día que realmente decida cortar lazos, no volveré a dirigirte la palabra.
Raúl se irguió con la mirada baja y las pestañas húmedas.
-Lo sé, Anaís, siempre has tenido tus propias convicciones. Cuando todos en San Fernando del Sol querían quedar bien con Efraín, tú no lo soportabas. Decías que detrás de Efraín había una oscuridad impenetrable, pero yo lo veía como una flor inalcanzable…
Intentó continuar, pero Anaís lo interrumpió tirándole suavemente de la oreja.
-¿Y eso qué tiene que ver con Efraín?
Raúl se quejó por el dolor, aunque esa sensación le resultaba extrañamente reconfortante.
-Solo quería decir que siempre has sido diferente a los demás, siempre has tenido tus propias ideas. Tus enemigos son mis enemigos. A quien ames, yo también lo amaré. De ahora en adelante, haré lo que tú digas, Anaís.
Ella sintió una opresión en el pecho al comprender que realmente había descuidado a Raúl.
-Bien, les diré a los guardias que te devuelvan tu celular. Llámame si necesitas cualquier cosa. Y sobre Lucía, mantente alerta y no creas todo lo que te diga.
-¡Como digas!
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