Capítulo 435
Efrain tenia una toalla limpia en la mano y se la ofreció.
Anais, temblando por el agua helada, intentó tomarla, pero su vista tropezó con las marcas de mordidas en el cuello de él.
Su mirada se quedó fija un instante; luego, rápidamente, volvió a hundir el rostro en el agua, intentando aclarar su mente.
Efrain mantuvo la mano extendida, observándola en silencio.
Por el agua helada, la nariz de Anaís estaba algo roja. Se preparó, tomó la toalla y empezó a secarse la cara y el cuerpo. Vio la mancha de labial en el dorso de la mano de Efraín y rápidamente bajó la cabeza para limpiársela.
Pero él se apartó con rapidez, retrocediendo un paso en su silla de ruedas.
No era la primera vez que se veía en una situación tan embarazosa. Recordó una ocasión en un reservado de un bar, donde, borracha, también pareció haberse propasado con Efraín.
Lo de esa noche había sido aún más osado, dejándolo en ridículo frente a todos.
Anais sentía una vergüenza terrible.
Efraín siempre había sido impecable, su reputación en su círculo era intachable.
Bajó la cabeza, secándose los brazos, intentando disipar la incomodidad, sin saber qué decir.
Esa noche no estaba borracha; alguien había puesto algo en su bebida. Pero eso ya no importaba.
Ahora, lo crucial era cómo reparar el daño a la imagen de Efraín.
Después de esa noche, todo San Fernando del Sol comentaría lo que pasó entre ella y Efraín, su supuesto romance.
Anaís se secó durante diez minutos antes de rendirse.
-Señor Lobos, dígame cómo puedo compensarlo. Estoy dispuesta a ceder en algunos proyectos.
-No me interesa el dinero.
Su tono era indiferente. Su mirada se detuvo unos segundos en la figura de ella antes de apartarse con calma.
-Entonces, ¿qué quiere?
Anaís salió de la bañera, el borde de su vestido goteaba agua. Aunque el maquillaje se le había corrido, el cabello seguía recogido, con algunos mechones sueltos. Sus ojos brillantes y el cabello medio suelto le daban un aire vulnerable.
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Capitulo 435
Él no contestó.
La habitación estaba cálida por la calefacción; tras salir del agua helada, ya no temblaba, aunque seguía empapada y con un aire lastimero.
Se agachó junto a la silla de ruedas, mirándolo desde abajo.
-Señor Lobos, digame qué quiere. Lo que esté en mis manos, lo haré.
La mirada de Efraín recorrió el espacio lentamente hasta posarse en el rostro de ella.
-Lo que yo quiero, no me lo puedes dar.
El rostro de Anaís se encendió al instante.
“¿Qué es lo que quiere Efraín?”
Tenía dinero y poder. Parecía que, a pesar de todo, le faltaba algo en lo personal.
Ella, ciertamente, no podía darle eso.
Apretó los labios, sintiéndose un poco culpable. Antes lo había culpado a él, pero ahora, ¿con qué derecho podía hacerlo?
Efraín maniobró su silla hacia la salida mientras se desabrochaba la camisa.
El cuello seguía manchado de lápiz labial, igual que la comisura de sus labios.
Anaís tuvo la impresión de que tanto él como su ropa ya no estaban limpios.
Sobre la cama había ropa limpia preparada. Se cambió y guardó la camisa manchada en el
armario.
Anaís lo siguió y, al verlo hacer eso, dijo deprisa:
-Yo la lavo, por favor.
Intentó abrir el armario para sacar la prenda, pero él la detuvo.
-No toques mis cosas.
Su mano se quedó suspendida en el aire; se sintió aún más culpable.
Efraín era reservado y controlado, y aun así, ella lo había expuesto al ridículo. Que mantuviera la compostura demostraba su autocontrol.
La mirada de Efraín se detuvo en los pies descalzos de ella; frunció el ceño un instante.
-Ponte ropa seca y zapatos.
Anaís giró la cabeza y vio que en la cama también habían dejado un camisón para ella.
Regresó rápido al baño a ponérselo. Debajo no llevaba nada, pero no se atrevió a pedir más.
Efraín escuchó el ruido del agua en el baño. Volvió a abrir el armario y colgó la camisa lentamente.
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