Capítulo 803
El sudor le corría por la frente a Anaís, quien, aunque apenas podía sostenerse, avanzó unos metros más antes de detenerse para observar su alrededor.
La ruta que habían elegido el primero y el segundo era complicada; cerca había varios lugares donde podía esconderse, pero como ellos llevaban perros, esconderse no era opción.
Miró hacia un costado, donde había una pendiente pronunciada. Anaís respiró hondo, se dejó caer y empezó a rodar.
Rodar era mucho más rápido que correr, aunque las piedras filosas le dejaron varias marcas en las palmas de las manos.
Cuando por fin se detuvo, ya se encontraba bastante lejos de donde había empezado.
Se levantó de inmediato, sin tiempo ni para sacudirse los restos de pasto, y siguió caminando.
El primero y el segundo podían correr mucho más rápido, pero para esperarla, iban frenando y mirando hacia atrás cada tanto.
Anaís tenía los ojos al borde de las lágrimas, mordía su labio para no rendirse, mientras el sudor caía en gotas grandes por su cara.
Llegó a otro borde, un acantilado desde donde se veía la carretera. Ni el primero ni el segundo podían bajar por ahí, pero eran listos, seguro encontrarían el camino de regreso.
Anaís se detuvo y le habló al primero:
-Regresen a Bahía de las Palmeras, corran por su cuenta.
Sabía que no podía moverse rápido. Si seguía arrastrándolos con ella, seguro terminarían mal los tres.
Era mejor buscar su propia ruta hacia el camino, tal vez ahí encontraría una oportunidad para
regresar.
El primero pareció entender. Sin detenerse, corrió hacia la distancia, y mientras se alejaba, soltó un par de ladridos.
Las personas que la perseguían sabían que tenía perros con ella, así que, guiándose por los ladridos, más de veinte hombres se lanzaron en esa dirección.
Anaís, sin pensarlo dos veces, se lanzó desde el acantilado y cayó directo en la cuneta junto al
camino.
El agua amortiguó un poco el golpe de la caída, pero su pierna ya estaba bastante lastimada, tanto que por poco pierde el sentido.
Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero mordió la punta de la lengua para no desmayarse, y, apoyándose en la carretera, siguió avanzando.
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A lo lejos, de repente, las luces de un carro se encendieron. Anaís agitó la mano, y el vehículo se detuvo.
Bajó la ventana y apareció el rostro de Fabiana Illanes.
Por un segundo, Anaís pensó que estaba alucinando.
-¿Fabiana?
Fabiana también se sorprendió al verla.
-¿Anaís?
Sin perder el tiempo, Anaís abrió la puerta del copiloto, se subió y por fin pudo respirar hondo.
-Llévame a Bahía de las Palmeras, por favor.
Por un momento, algo cruzó por la mirada de Fabiana, y apretó los labios.
-¿Qué haces aquí? ¿Y por qué estás herida? ¿Te pasó algo grave?
-Es complicado de explicar, déjame descansar un poco y te cuento.
Fabiana asintió, el rostro lleno de preocupación.
-Hace tanto que no te veía… Cuando trabajé en La Luna, escuché muchas historias tuyas y de Efraín, pero nunca supe si eran ciertas. Anaís, siento que me has ocultado un montón de cosas. Anaís cerró los ojos. Ya no le quedaban fuerzas, estaba a punto de desmayarse.
Pero una última chispa de voluntad la mantenía consciente.
-Algún día te lo contaré todo, pero ahora necesito regresar a Bahía de las Palmeras.
Fabiana no insistió. Al verla cerrar los ojos, sujetó el volante con fuerza.
En otras circunstancias, tal vez habría acelerado hasta los cien y estrellado el carro contra las rocas a la orilla del camino; con esa velocidad, ni un milagro hubiera salvado a Anaís.
Pero ella también iba en ese carro, así que tenía que cuidar su propio pellejo.
Fabiana siempre había sido muy cuidadosa con su vida, y ya se había acostumbrado a buscar la mejor solución para todo; si quería seguir siendo amiga de Anaís, no podía delatarse en un momento así.
Pisó el acelerador y llegaron a Bahía de las Palmeras en poco tiempo. Ya ahí, le habló a su acompañante.
-¿Anaís, sigues despierta?
Anaís estaba empapada en sudor y parecía a punto de perder el sentido.
El gesto de Fabiana se endureció, y justo cuando iba a sacar algo de la guantera, Anaís abrió los ojos de golpe.
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Fabiana se detuvo y, relajando la expresión, le sonrió.
-Ya llegamos a Bahía de las Palmeras. Déjame ayudarte a bajar.
-Gracias, de verdad.
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