Capítulo 815
Anaís no se detuvo ni un momento. Tampoco miró atrás. Pasó junto al carro de Efraín y ni siquiera se le ocurrió frenar.
Las ventanas del carro estaban cerradas, así que ni siquiera pudo saber si había alguien dentro.
La verdad, no le interesaba. Subió directo a su propio carro y arrancó rumbo a casa, sin pensar en nada más.
El otro carro la siguió en silencio, como una sombra. El dolor de cabeza que traía no era tan intenso como antes, pero aun así, el mundo a su alrededor se le duplicaba de vez en cuando.
Respiró hondo, forzándose a controlar ese dolor. Cuando por fin llegó a Bahía de las Palmeras, el carro de Efraín también se estacionó junto al suyo.
Ni siquiera volteó a mirarlo. Camino directo al recibidor.
Apenas entró, una de las empleadas la vio y soltó el aire que llevaba contenido.
-Señora, salió tan apresurada… Y todavía con heridas. De verdad, nos tenía muy preocupados.
Anaís no contestó. Simplemente subió las escaleras, como si no hubiera escuchado nada.
La empleada la observó con inquietud; sentía que los ojos de Anaís estaban vacíos, como si no le quedara ni una pizca de emoción.
Justo cuando pensaba decir algo más, la puerta del salón se abrió de nuevo. Para su sorpresa, era el señor quien acababa de llegar.
Qué raro, pensó. ¿No que estaban peleados últimamente? ¿Cómo es que regresan juntos?
El rostro de la señora no mostraba ninguna emoción. El señor tampoco parecía alterado. Los dos parecían hechos de hielo.
-Señor, ¿ya se arregló con la señora? -aventuró la empleada, medio en broma, medio esperando una pista.
Efraín miró hacia arriba, bajó la mirada y comenzó a subir las escaleras, sin decir ni una palabra.
Anaís fue directamente al despacho de Efraín.
El ambiente ahí era tan silencioso que el tic–tac del reloj se sentía como un martilleo. Encendió la luz y se acercó al escritorio.
Todo estaba perfectamente ordenado, como si nadie hubiera tocado nada en días.
Sin pensarlo mucho, abrió el cajón lateral y comenzó a buscar con desesperación, Revisó cada rincón, pero no encontró ni la pulsera de cuentas rojas ni el anillo del que le había hablado
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Fabiana.
Pasó al cajón derecho y repitió la búsqueda, desordenando todo sin preocuparse. Sacó papeles, bolígrafos y cualquier cosa que pudiera esconder lo que buscaba, hasta llenar el escritorio y el piso de objetos desperdigados.
Nada. Todo limpio, vacío, como si nunca hubiera existido nada importante ahí.
Se apoyó en la mesa, tratando de enderezarse, pero sentía que las piernas le temblaban.
En ese momento, vio que alguien se asomaba por la puerta del despacho. Sus ojos, que hace un instante estaban perdidos, se enfocaron de golpe.
Desde que Anais había entrado y comenzado a revolver todo, Efraín había estado parado afuera. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba ahí, pero no se había movido.
Anaís apretó los labios, insegura.
Efrain, impecable con su traje, seguía parado en el umbral. Parecía tan fuera de lugar a esas horas, tan perfectamente vestido como si estuviera a punto de salir rumbo a una junta. Casi daba la impresión de que se había preparado a propósito para esa escena.
Anaís se frotó la frente. El dolor en el
se intensificó de golpe, como si el cuerpo le
reclamara de pronto todo lo que había ignorado en las últimas horas.
De pronto, Efraín rompió el silencio:
-¿Te sientes mejor?
Pero Anaís se sentía destrozada. Le dolía la cabeza, el corazón, el cuerpo entero. Tanta angustia se le había acumulado, que ya ni siquiera pensaba con claridad.
Las manos le temblaban mientras seguía apoyada en el escritorio. El color se le había ido del
rostro.
Efraín se acercó despacio y la sostuvo con suavidad.
-Ven, mejor acuéstate -le sugirió.
Anaís no respondió. Había adelgazado mucho últimamente y, luego de todo lo que había pasado esa noche con Roberto, el cansancio la envolvía como una manta pesada.
Cuando Efraín la ayudó a llegar hasta la puerta de la recámara principal, la empleada, al verlos pasar, preguntó preocupada:
-¿Señora, le duele la herida?