Capítulo 819
Anaís también tenía ese presentimiento. Después de todo, el doctor mayor ya había fallecido, lo que solo podía significar que esa gente había descubierto algo importante, tanto como para ir a un lugar tan apartado. Seguramente ya había quien la vigilaba.
Además, ahora ella estaba expuesta, mientras que ellos se ocultaban en las sombras. Por lo menos, pensó, no estaba de más andar con cuidado.
-Anaís, si algún día tienes que irte de San Fernando del Sol, avísame, ¿sí?
Raúl no quería seguir así, en esa incertidumbre en la que, hiciera lo que hiciera Anaís, él nunca se enteraba de nada.
-Está bien.
Anaís ya se encontraba en la puerta, pero de pronto recordó algo y se detuvo para preguntar:
-Raúl, ¿de verdad nunca te conté nada sobre Efraín? ¿Ni una sola palabra, aunque fuera poco?
Ya le había hecho esa pregunta antes, pero la inquietud la carcomía. Quería descubrir qué había pasado realmente entre ella y Efraín en el pasado.
-Jamás -respondió él, tajante.
Anaís asintió, volvió a su carro y, mientras conducía, recordó algo que había escrito tiempo atrás: “No confíes en Efraín“.
Definitivamente, en algún momento había desconfiado de él.
Por eso había dejado esas palabras, como un recordatorio.
Se frotó la frente con la mano, sabiendo que darle vueltas al asunto no iba a servir de nada. Quizá lo mejor sería ir directo y preguntarle a Efraín.
Inspiró hondo y le marcó por teléfono.
Él contestó, pero no dijo nada.
A veces Anaís pensaba que ese silencio obstinado de Efraín era suficiente como para volver loca a cualquiera.
-Efraín, ven a mi casa. Hay algo que quiero preguntarte. Por ahora no pienso ir a Bahía de las Palmeras. Te espero hasta las diez de la noche, si no llegas, me largo de San Fernando del Sol.
La última frase era más amenaza que otra cosa. La verdad, si se iba de San Fernando del Sol, no tenía idea de adónde iría después.
Efraín no contestó y simplemente colgó.
Anaís regresó de inmediato a su casa.
Tenía mucho sin pisarla. Le dio una arreglada rápida y llamó a los empleados de Bahía de las
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Capitulo 819
Palmeras para recordarles que no olvidaran alimentar al mayor y al menor. Esos dos tenían un apetito de locos y siempre andaban corriendo por los alrededores, así que gastaban mucha energía.
Le costaba dejarlos, eran lo último que le había dejado Santiago Marín para que la protegieran.
Terminó de limpiar el lugar, bajó al supermercado y compró algunas cosas al azar. De regreso, preparó un plato de pasta y luego se metió a bañar.
El reloj marcaba poco después de las nueve de la noche. Ella estaba convencida de que él no iría y se recostó en la cama.
Todavía no terminaba de recuperarse, así que cualquier rato libre lo aprovechaba para dormir y
reponerse.
Justo a las diez en punto, escuchó un leve ruido en la casa. Abrió los ojos despacio y vio que él estaba sentado al borde de la cama.
Frunció el entrecejo y se incorporó.
-¿Cómo supiste la clave de mi casa?
Pero enseguida cayó en cuenta: era Efraín, nada se le escapaba.
Él bajó la mirada, vestido aún con su traje impecable, y solo preguntó:
-¿Qué quieres saber?
Anaís tenía mil preguntas, pero conocía de sobra a Efraín. Sabía que él no soltaría prenda.
No había nada más difícil de abrir que la boca de Efraín.
Se recostó sobre la cabecera. Gracias al descanso de esos días, sentía que recuperaba algo de energía y ya no lucía tan pálida.
-Quiero saber si te acordaste de algo.
-Un poco.
-¿Y el viejo?
-Descansa en la casa de campo.
Ahí estaba, siempre tan parco, como si nada le afectara.
Eso la sacaba de quicio.
Esa irritación se le notaba en la cara, y no podía disimularlo.
De pronto, tomó su corbata y tiró de él para acercarlo. Los ojos de Efraín se abrieron por la sorpresa y quiso echarse para atrás, pero Anaís no le dio oportunidad y lo mordió en la garganta.
Él se quedó inmóvil, como si el mundo se hubiera detenido.
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