Capítulo 820
Anaís lo jaló hacia la cama, notando lo húmedo de su cabello. Alzó una ceja.
-¿Te bañaste antes de venir?
Él no dijo nada, solo desvió la mirada hacia otro lado.
Anaís apretó los dientes. Este tipo sí que era reservado hasta lo desesperante.
Pero bueno, aunque Efraín no solía soltar palabra fácil, con la boca seguro sí se podía
convencer.
Y como esperaba, en cuanto lo besó, se calmó de inmediato.
Su mirada se volvió intensa, y sus manos se posaron en la cintura de Anaís. Dudó unos segundos antes de preguntar:
-¿Qué es lo que quieres saber?
Como si tuviera que hacer todo esto solo para preguntarle algo.
Lo que siguió fue natural. Cuando Anaís tomaba la iniciativa, él no podía resistirse.
De hecho, ni siquiera podía pensar con claridad.
Cuando por fin se detuvieron, ya se asomaba la luz del amanecer por la ventana.
Anaís se sentía agotada. Se giró, bostezando.
-Te pregunto cuando despierte, ¿va?
Efraín, recostado al borde de la cama, la abrazó todavía más fuerte y le dio un beso en el
cabello.
Ella se quedó dormida en cuestión de minutos. Últimamente, siempre soñaba, sobre todo las dos noches después de enfrentarse a Roberto. Esas imágenes le daban vueltas y vueltas en la cabeza, y la verdad, ella misma no podía estar tranquila.
Porque soñaba con alguien que le transmitía un calor profundo, pero esa calidez parecía esconderse bajo un mar de intrigas, lo que le ponía la piel de gallina.
Y esta vez, volvió a soñar.
Soñó con un clima húmedo y sofocante, soñó que estaba herida, sin poder ver nada con claridad.
En el sueño, su mentor le había puesto una prueba: si aguantaba quince días, podría sobrevivir.
Pero también escuchó a su hermano mayor decir:
-¿De verdad tiene que ser así? Ella es solo una niña.
-¿Una niña? Cuando entraste tú, eras más pequeño. Si no puede sobrevivir, no nos sirve. Tú
10.50
Capítulo 820
también lo viviste, ¿por qué ahora te duele verla así?
-Yo…
Las voces se iban apagando, cada vez más distantes. Siempre le había temido a su mentor, aunque también había momentos cálidos con él.
Por eso, aunque el entrenamiento fuera doloroso, ella siempre aguantaba; quería protegerlos.
Pero en esos días sobreviviendo en la montaña, no solo había bestias salvajes: también había personas que querían matarla.
Después de mucho esfuerzo, en los primeros diez días logró deshacerse de todos, pero al final, una toxina le cayó en los ojos y ya no pudo ver bien.
En ese tiempo, apenas tenía poco más de diez años y lo único que quería era seguir viva. Cuando de pronto, una mano la tomó con cuidado.
Ella, emocionada, gritó:
-¿Hermano?
La mano se tensó un poco, pero no respondió.
Anaís estaba convencida de que su hermano había venido a salvarla. Él era quien más se preocupaba por ella en el mundo.
Pero como no podía ver y el lugar estaba lleno de insectos venenosos, empezó a llorar.
-Hermano, la verdad no entiendo. ¿Por qué el mentor es así conmigo? ¿Por qué también contigo? Aquí todo es tan peligroso, ¿por qué viniste?
Él guardó silencio. Solo le dio un poco de comida y su estómago mejoró, y así, de la mano,
empezaron a avanzar poco a poco.
Ese día su hermano estaba especialmente callado, pero ese silencio la hizo sentir segura.
Él era tan fuerte que pudo encargarse de todas las bestias y hasta le preparó carne asada. Anaís, conmovida, no pudo evitar soltar más lágrimas y juró en voz alta que algún día se casaría con él.
Él nunca dijo nada, como si le hubieran quitado las palabras.
Nada que ver con el hermano que solía bromear y molestarla cariñosamente.
Así pasaron tres días, siempre llevándola de la mano. En ese tiempo, Anaís seguía envenenada, con la mente nublada, y le empezó a decir cosas dulces: que siempre estaría con él, que cuando salieran de ahí y crecieran, se casarían.
Cosas de infancia, pero hay quien sí lo creyó.
212