Capítulo 826
Después de que Anais terminó de hablar, platicó en inglés con el hombre afrodescendiente que los acompañaba. Así se enteró de lo peligroso que era ese pedazo de selva: decian que muchos agentes de todo el sudeste asiático venían a entrenar ahí, y solo quienes sobrevivian quince días podían presumir que ya estaban listos para entrarle a las misiones de verdad.
Eso la dejó pensativa. ¿Por qué Efraín la había traído justo a ese lugar, así de repente?
En el fondo, no le preocupaba tanto el peligro, siempre había confiado en sí misma. Pero si le parecia raro terminar ahí, como si todo fuera parte de algún plan que ella aún no entendía.
El hombre afrodescendiente los llevó hasta la entrada de la selva y les entregó una bengala.
-Si necesitan que los rescaten en helicóptero, solo la encienden y el helicóptero vendrá por
ustedes -les advirtió.”
Pero también les explicó que, por lo espeso de la selva, ni con bengala sería sencillo: hacía falta buscar un claro, un lugar alto donde la bengala se pudiera ver entre los árboles, porque ahi dentro los troncos llegaban a superar los cincuenta metros y casi no había ramas bajas donde subirse.
Además, dentro de la selva no solo había animales salvajes. Era común toparse con agentes sin escrúpulos, que robaban las bengalas de los demás a la menor oportunidad. Esa gente ya había visto demasiada muerte, y la vida de los otros no les importaba lo más mínimo.
El hombre afrodescendiente le dijo a Efrain, en tono serio, que todavía podia echarse para atrás si quería. Alguien como él, con su estatus, no tenía por qué arriesgarse así.
Pero Efraín solo apretó la mano de Anaís y los dos entraron.
Por un momento, a Anais le pareció absurdo todo. Si se quedaban ahí para siempre, tal vez él hasta se alegraría, así no tendría que enfrentar lo que les esperaba afuera.
Al principio, lo único que se oía era el canto de los bichos y el crujido de las hojas. Cuando cayó la tarde, la oscuridad lo cubrió todo en cuestión de minutos.
Anais miró a Efraín. Él jugaba con una flor entre los dedos, tan tranquilo como si estuviera en el patio de su casa.
Ella, en cambio, se puso a preparar una fogata. Esa noche, los dos dormirian ahi, bajo una piedra que sobresalía lo suficiente como para protegerlos de la lluvia.
-¿Ya habías venido antes? -le preguntó.
Efraín dobló los dedos, apartando la flor-. Si
Por su tono, parecía que había estado ahi muchas veces.
Anais terminó de encender la fogata, sacó una bolsa de galletas y se la lanzó.
-Se nota que conoces bien este lugar. ¿Has venido seguido?
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Él ni siquiera abrió la bolsa, como si no tuviera hambre.
Anaís le palmeó el suelo junto a ella.
-Llevamos todo el día caminando, ¿no estás cansado? Ven, siéntate.
Por fin, Efraín soltó la flor y se sentó a su lado.
Anaís abrió la bolsa de galletas. Ya había rociado polvo contra insectos venenosos a su alrededor, así que se acomodó tranquila, recostando la cabeza en el hombro de Efraín.
-No sé por qué, pero tengo la impresión de que yo también he estado aquí antes. Me parece recordar algo, aunque todo está borroso.
Comió rápido, y luego deslizó la cabeza hasta apoyarla en las piernas de Efraín, estirándose a
gusto.
-Mientras más avanzamos, más venenosas se ponen las cosas. Dime, ¿quién más vendría aquí tan relajado como nosotros, como si estuviéramos de vacaciones?
Efraín la miró, sonrió de lado y le pellizcó la mejilla.
-Duerme.
Anaís notó que Efraín estaba cada vez más callado. Siempre había sido reservado, pero ahora parecía preferir el silencio absoluto. Seguro seguía bajo el efecto del remedio que le había dado el viejo; aunque había recuperado algunos recuerdos, estaba más dejado que nunca.
Quedaban seis días. Anaís sabía que tenía que aprovechar el tiempo para convivir con él. Quería que, al recordar el pasado, él también pudiera sentirse seguro de lo que había habido
entre los dos.
…
En plena noche, Anaís se despertó de golpe: se oyó un disparo, seco y repentino, seguido del grito de alguien pidiendo clemencia.
Frunció el ceño y se incorporó despacio.
-¿Vamos a ver qué pasa?
Efraín no quería moverse. Solo quería quedarse ahí con ella, sin que le importara nada más.
Anaís respiró hondo y lo jaló del brazo.
-Ya, levántate. Vamos a ver.
A regañadientes, Efraín la siguió.
Caminaron unos doscientos metros hasta encontrar a varios tipos armados, rodeando a tres hombres y dos mujeres. Una de las mujeres se encogía de miedo, los ojos rojos, las lágrimas corriendo por las mejillas.
Los agresores gritaban entre ellos algo en una lengua que Anaís no reconocía; no era inglés,
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Capitulo 826
seguro era algún idioma raro.
Ella miró a Efraín.
-¿Qué están diciendo?
Por alguna razón, Anaís sentía que él sí entendía.
-Están diciendo que llamen a su familia para pedir dinero.
Quienes entraban a esa selva solían ser agentes o gente sin nada que perder. Todo se reducía a la lana: si no pagabas, te torturaban sin remordimiento.
Y eso que ni siquiera estaban en el centro de la selva; simplemente, esos cinco habían tenido mala suerte.
Anaís no pensaba hacerse la heroína. Su idea de estar ahí era pasar tiempo a solas con Efraín, atravesar juntos algunas dificultades, ayudarlo a salir de su letargo.
Estaba por darse la vuelta cuando escuchó a Efraín murmurar:
-Son de familias de Estados Unidos.