El Consentimiento
Después de todo aprobado, Estefano volvió a la cocina. Helena cerraba los armarios y en la mesa había un joven hablando de la calidad de los muebles. Era uno de esos pijos que se
creían saberlo todo. Estefano se acercó a la mesa como un leopardo. El maestro de obras llamado Baltazar percibió el peligro que corría su hijo e intervino.
-Hijo, anda a recoger las herramientas que quedaron en el área exterior. Ya nos vamos.
El joven entendió el mensaje al mirar al hombre fuerte, alto y con la cicatriz en el rostro. Recordó el anillo en la mano de la joven bonita y se puso de pie rápidamente.
-Pasa por mi restaurante mañana. Así terminamos con tu p**o.
-Sí señor. Disculpe la familiaridad de mi chico, solo es joven.
-No tenía esa libertad, primero porque mi esposa es una mujer decente. Segundo porque no
saldría vivo de aquí si hubiera sucedido.
Baltazar tragó en seco y se apresuró a salir de allí antes de que fuera demasiado tarde. Cuando estuvieron solos, Estefano trancó la puerta que daba acceso al frente de la casa y
eso no pasó desapercibido para Helena.
-¿Qué vas a hacer?
Él le guiñó un ojo.
-En cualquier momento tendrás problemas, pequeña, tu educación te meterá en líos conmigo y hará que un niño de bien se quede sin dientes.
-No hice nada malo. Estaba segura, porque tú estabas cerca y el chico se sentó del otro lado.
-Qué suerte la suya.
Él la agarró y la puso sobre la mesa.
-¿Estefano?
-Sí.
-¿Si alguien aparece?
-La puerta está trancada. Tengo que tener a mi mujer donde quiera. Te quiero desnuda, solo
con tacones.
Ella había cambiado las zapatillas bajas por los tacones, porque combinaban con el conjunto
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elegido, solo ahora lo entendía.
Él la ayudó a quitarse la ropa.
-Estoy en desventaja. Tú estás vestido.
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-Esa es la intención. Quiero que sepas que estás a mi disposición para hacer lo que quiera.
En otro momento tendría miedo, pero la confianza entre ellos había sido fuertemente
construida, nada la afectaría.
La mujer era una tentación con tacones, con pulseras en los brazos y el cabello largo en una cola de caballo. Iba a tenerla de todas las formas posibles, había pasado tanto tiempo
deseándola, cuidando de no asustarla. Ahora que finalmente podía ser él mismo, iba a
disfrutar.
-Pequeña, ¿asustada?
—No, dijiste que no me causarías dolor.
Sus ojos brillaron.
En esos momentos, Helena tenía la impresión de que el hombre era sustituido por una fiera,
parecía un leopardo. El cabello estaba amarrado. Como siempre, su ropa era toda negra.
Se desabrochó el cinturón mientras la miraba.
-Acuéstate y abre las piernas.
-¡Estefano!
La intensidad era tal que sintió que la respiración le fallaba.
-Vamos, Helena, no me hagas esperar.
Cuando lo hizo, él puso la cabeza entre sus piernas. Siempre encontraba una manera de estar allí. No sabía cuál era esa fijación suya, pero si era honesta, necesitaba admitir que le
gustaba. Se sentía deseada como nunca antes.
Pero cualquier pensamiento racional que tenía desapareció con su lengua. Estefano ya había confesado que nunca había hecho eso a una mujer, pero lo hacía con maestría. Aunque no tenía con quién compararlo, cada día lo hacía mejor y ella gimió en respuesta para su marido.
Cuando tuvo el primer orgasmo, él abandonó su intimidad para besar su boca. Sentir su
propio sabor la excitó.
La mano de él era firme sobre su cuerpo.
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La sentó.
-Tócame.
Helena rodeó su m*****o. Él no era un hombre pequeño, aún podía sentir una pequeña
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incomodidad cuando él entraba en ella, pero nada se comparaba al placer y satisfacción de la
relación que tenían.
-Más firme, pequeña. Cuando entre en ti no voy a ser gentil.
Ella obedeció y él gimió en su oído.
-Prometiste que no vas a limitarte más en la cama, no me alejaré cuando estés en tus días
del ciclo menstrual. ¿Cierto?
-¡Estefano!
-Helena, puedo sentir tu olor más dulce, no me preguntes cómo. Pero lo siento, es un
martirio. Estoy cediendo y voy a tomar algo a cambio. Te amo, sabes eso, ¿verdad?
-Sí, también te amo.
-Voy a entrar, y no voy a ser paciente, cinco días es mucho tiempo para mí.
Él se quitó el cinturón del pantalón.
-Dame tus muñecas.
-¿Qué vas a hacer?
-¿Vas a tener miedo?
-No.
-Entonces dame tus muñecas.
Ella obedeció y tuvo sus manos atadas juntas. Él la besó. Había una alfombra nueva en la
mesa.
-Helena, si te pongo en el suelo, ¿te harás daño?
Él gimió en su boca.
Solo fue capaz de negar con la cabeza.
-Gracias por eso, pequeña.
Él la colocó sobre la alfombra en el suelo de la cocina. La sostenía como si no pesara nada.
Cuando él entró en ella sintió que le faltaba el aire, cada día el momento juntos mejoraba. No
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fue gentil como había avisado, pero el beso que depositó en su frente demostraba que ella era
importante.
-No me canso de tenerte, eres mi perdición. Di que eres mía.
-Soy tuya, y de nadie más.
Ella se mordió los labios para ahogar los sonidos que amenazaban con salir.
-No, abre la boca, me gusta escuchar tus gemidos.
Cuando Helena abrió la boca, él lamió el lugar.
-Adoro tu sabor, en todos los lugares.
Cuando él entró en ella más fuerte, se encendió de anticipación.
-Dios.
-¿Vas a rezar en este momento?
Ella iba a reprenderlo, pero Estefano jugó con su clítoris y se deshizo.
Él la admiró en ese momento. Tendida en la alfombra con las manos atadas sobre la cabeza.
Helena era todo lo que él quería.
Cuando ella volvió a la realidad. Él soltó sus manos.
-Ponte a cuatro patas, pequeña. Si soy muy brusco avísame.
Estefano tomó su cabello, lo enrolló y entró en el paraíso. Podía escuchar los gritos de placer
de Helena, y eran música para sus oídos.
Helena tuvo otro orgasmo y apretó involuntariamente el m*****o de él, lo que
hizo que
Estefano rugiera en respuesta. Cuando el orgasmo lo alcanzó también, le dio una nalgada.
Probablemente la piel blanca quedaría marcada.
Cayó sobre ella, cuidando de su peso para no aplastarla.
-Pequeña, ¿todo bien?
Ella permaneció en silencio.
-Helena, háblame, ¿fui brusco?
-Estoy bien, maravillosamente bien.
-Eso es bueno, no he terminado pequeña.
Ella no podía creerlo.
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-Necesitamos irnos y tengo hambre.
-Puedo pedirle a un soldado de la casa de Xavier que traiga un bocadillo.
-Necesitamos irnos, dejé carne en el horno, lo puse a fuego lento, pero se quemará.
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-Rayos, voy a conseguir a alguien para que te ayude con la casa. Esta es más grande y no
quiero que te canses.
Él parecía un niño al que le habían quitado su juguete favorito. Luego la ayudó con la ropa, y a
regañadientes volvieron a casa.