Capítulo 259
Alejandro, con la ira a flor de piel, levantó el pastel con la mano temblando de rabia.
Sus ojos se entrecerraron, brillando con una furia implacable.
-¿Y si lo destruyo? -dijo entre dientes, casi como si se lo estuviera preguntando a sí mismo.
Luciana, al escuchar sus palabras, sintió cómo el hielo invadía sus venas. Lo miró fijamente, su rostro reflejando una seriedad inquebrantable.
-Este pastel es mío. Te pido que lo pongas abajo. No estoy jugando contigo.
Alejandro observó su rostro pálido, su piel tan suave y pura, como si se estuviera retorciendo en su propia ira. Con una risa despectiva, apretó los dientes, sus labios curvándose en una mueca de desprecio.
-¿Crees que te estoy jugando? ¡Yo dije que lo voy a destruir, y lo voy a hacer!
Antes de que pudiera decir más, alzó el brazo con furia y, con un movimiento brutal, lo arrojó contra el suelo.
-¡No! -El grito de Luciana se escuchó con claridad, justo antes de que el pastel se estrellara contra el suelo. El sonido fue como una explosión de frustración contenida.
El pastel se rompió en mil pedazos, el cartón salió disparado y la crema se esparció por el suelo. Los trozos blandos de pastel quedaron esparcidos, pegajosos, como una masa sin forma.
Juan y Simón, a un lado, no podían creer lo que veían.
¡Alejandro estaba tan furioso!
Hace años que no lo veían tan fuera de sí.
Ambos hermanos, avergonzados y sorprendidos, giraron la cabeza, incapaces de seguir mirando. Sabían que ese pastel ya estaba irremediablemente arruinado.
Después de unos segundos que parecieron horas, Luciana levantó la vista. Sus ojos, fríos como el hielo, se clavaron en Alejandro.
—
-Lo hiciste. La voz de Luciana era baja, pero firme.
Alejandro levantó la barbilla, con una actitud desafiante, como si no le importara nada de lo que pasaba. En sus ojos había un rastro de locura.
—
-Sí, lo hice. Su tono era áspero, como si sus palabras fueran un desafío hacia todo lo no podía controlar.
que
él
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El aire, denso, se volvió completamente silencioso.
Un segundo, dos.
Luciana desvió la mirada y, por primera vez en mucho tiempo, una pequeña risa escapó de sus labios. Pero no era una risa de alivio, sino de incredulidad.
Alejandro frunció el ceño, sus ojos entrecerrados, como si estuviera esperando una reacción.
-¿Te parece que lo hice bien? -preguntó con frialdad, una sonrisa cruel apareciendo en su
rostro.
Luciana lo miró fijamente, la furia ardiendo en sus ojos.
-¿Eso es todo lo que sabes hacer? ¿Reventar algo por puro egoísmo?
Alejandro se quedó en silencio, sin comprender de inmediato.
-¿Ricardo te dio el pastel y tú no lo soportas? Si tan mal te caía, ¿por qué no lo destruiste cuando te lo dio?
El rostro de Alejandro palideció un poco, como si esas palabras lo hubieran golpeado de alguna manera que no esperaba.
Luciana, sin darle tregua, continuó:
—¿Qué pasa, Alejandro? ¿No te atreves a destruirlo frente a Mónica? ¿Es por ella que te haces el valiente aquí, conmigo?
Un estremecimiento recorrió a Alejandro, y al escuchar su nombre, sus labios se separaron en un intento de dar una respuesta que no llegó.
Luciana dejó escapar una carcajada amarga, llenando el aire con una rabia contenida.
-¡Qué ridículo! -exclamó, su voz llena de desprecio-. Mónica te importa más que yo, ¿ verdad? Pero es a mí a quien destruyes, me insultas.
De repente, se agachó, extendiendo la mano hacia los restos destrozados del pastel.
-No puedo aceptarlo. No puedo aceptarlo…
A pesar de todo lo que había sufrido, a pesar de que ya no esperaba nada de un padre que nunca estuvo ahí para ella, este pastel significaba algo más.
Ricardo, por su parte, le había dado el pastel con una simple sonrisa. Había sido un gesto de cariño genuino, un acto sencillo pero sincero. Ella había comido un par de trozos, había comentado sobre lo delicioso que estaba, y él se lo había entregado, como si un trozo de su
corazón estuviera en cada bocado.
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Desde los ocho años, Luciana no había vuelto a recibir un gesto como ese de su padre. Más de diez años después, él la miró y le dio algo que no esperaba, ni quería, pero que, de alguna manera, representaba una pequeña pizca de amor.
Aunque fuera un simple pastel, ese gesto tenía un valor incalculable para ella.
Pero ¿por qué Alejandro tenía que destruirlo?
Los ojos de Luciana comenzaron a humedecerse, y con la mano, se secó rápidamente las lágrimas que asomaban en las esquinas de sus ojos.
Alejandro, desconcertado, la observó fijamente. ¿Luciana… ¿estaba llorando? ¿Por un pastel de Ricardo? ¡Era ridículo!
Ella nunca había llorado cuando le propuso el divorcio, ni siquiera mostró una pizca de tristeza. ¡Pero ahora, lloraba por él? ¿En su corazón, él era tan insignificante que ni siquiera se comparaba con Ricardo?
Alejandro sintió como si su orgullo se desmoronara, rasgado y pisoteado en el suelo.
De repente, giró sobre sus talones y abrió la puerta del coche con fuerza.
Juan y Simón, al ver la reacción, rápidamente lo siguieron.
-¿Te vas ya? -preguntaron con cautela.
Pero Luciana seguía llorando.
La mano de Alejandro apretó con fuerza el borde de la puerta, pero finalmente la soltó, dejándola caer.
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