Capítulo 376
Capítulo 376
Cuando terminó, le preguntó:
-¿Lo entendiste, Pedro?
–
-Sí, hermana. No volverá a pasar. No te enojes, por favor.
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Al ver la cara asustada de Pedro, a Luciana se le ablandó el alma. Le revolvió el cabello con
ternura:
-No estoy enojada contigo, solo me preocupo, eso es todo.
Justo entonces, el estómago de Pedro rugió fuertemente.
-¡Ay, por fin! -exclamó Martina, aprovechando la oportunidad para desviar la atención-. Se nota que Pedro tiene hambre. Ven, Pedrito, vamos a buscar algo de comer.
Sin dudarlo, lo tomó del brazo y se lo llevó a paso rápido, murmurando algo de “pobrecito de nuestro Pedrito, muerto de hambre…“.
En la habitación, volvieron a quedarse a solas Luciana y Alejandro. Ella echó un vistazo a su esposo, tomó el botiquín de primeros auxilios y descubrió que venía bastante completo, incluso con pomada para quemaduras. 1
-Ya pasó un buen rato con el hielo, quitémoselo -dijo Luciana, sosteniendo con cuidado el brazo herido de Alejandro-. Seca con cuidado y untaremos la pomada.
Extrajo una gasa limpia, secó el agua con suavidad y luego, con un hisopo, extendió el ungüento en la piel enrojecida.
-Es probable que te salgan ampollas; tal vez duelan un poco más. Si es necesario, te las drenaré en un par de días -comentó Luciana, con el ceño fruncido por la concentración. Alzó la mirada y, después de un breve silencio, musitó: Lo siento…
Estaba claro que se sentía responsable. Al fin y al cabo, fue por proteger a Pedro que él terminó con esa quemadura. Sin embargo, Alejandro se quedó perplejo un segundo y luego arrugó el entrecejo con fastidio:
-¿Por qué te disculpas conmigo?
Ella tardó en entender su reacción. Él agregó, con el tono serio y la voz ligeramente tensa:
-Luci, eres mi esposa; Pedro es mi cuñado. Ese “perdón” no encaja entre nosotros. Regrésatelo.
-¿Ah? —Se quedó desconcertada. ¿Cómo se retira algo que ya fue dicho? Notó, por su
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expresión, que él se había sentido molesto. Con un suspiro, tomó su mano con cuidado y, con voz calmada, cedió-: Está bien, retiro lo que dije… No te enojes.
Después de lo que sucedió en la parrilla, no era justo regañar a Alejandro. En realidad, salvó a Pedro de algo peor. Era más que lógico que ella se mostrara agradecida. Y, para su fortuna, su forma de “ceder” resultó efectiva. Alejandro aflojó la tensión en sus hombros y le sujetó la
mano:
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-Luci, estamos casados de forma legítima. Cuidarte a ti y a Pedro es mi deber, mi responsabilidad; no tienes por qué agradecerme -expresó en un tono más suave. ¿Me entiendes?
Un “deber“. Una “responsabilidad”. Luciana no supo describir la sensación que eso le producía. Pero asintió con una sonrisa:
-Sí, lo entiendo.
-Eso está bien. -Alejandro se puso de pie-. Voy un momento al baño a limpiarme un poco. Cuando termine, salgamos a comer algo. ¿Te parece? Si seguimos tardando, nos van a dejar sin
nada allá afuera.
—Claro —aceptó ella, siguiéndolo con la mirada mientras él se encerraba en el baño.
Entonces Luciana advirtió que Alejandro había dejado su teléfono en la mesita de centro. Recordó de inmediato el comentario de Martina sobre “revisar” la galería del celular. Dudó un instante. Aquello de curiosear el teléfono de la pareja no era muy de su estilo; nunca antes lo había hecho, ni siquiera con Fernando.
Pero, de pronto, se sintió tentada. «Bueno, es una oportunidad única», pensó, acercando la mano al aparato. Sin embargo, se dijo que seguramente habría contraseña, y entre información privada y asuntos de negocios, tal vez era inútil intentarlo. Sonrió para sí, resignada.
Aun así, por simple impulso, encendió la pantalla. «Quizá la clave sea la fecha de nacimiento de Mónica», se dijo. Pero la imagen que apareció la dejó congelada en su sitio: la foto de fondo del teléfono era suya.
Era ella misma.
Frunció el ceño, tratando de entender cuándo se había tomado esa imagen. Llevaba el vestido del día, el pelo igual… y tenía los ojos cerrados, durmiendo. Recordó que esa mañana se había quedado dormida en la tumbona de la playa, y nadie más que Alejandro podría haberle sacado esa foto.
Un nudo se formó en su estómago. Podía oír sus propios latidos con claridad. Sentía la boca seca y un hormigueo en las palmas de las manos.
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