Capítulo 406
Al final, por miedo a perder su propia reputación ante Alejandro, había preferido dar media vuelta y salir huyendo, en lugar de priorizar la vida de su padre.
<<¿Cómo puede tener la desfachatez de hablar de “corazón“?» pensó Luciana, sacudiendo la cabeza mientras contenía una sonrisa de incredulidad.
Si Luciana sentía que no tenía obligación alguna de salvar a Ricardo, «¿qué decir de Mónica, que sí debía hacerlo por ser su hija?»
Mientras tanto, afuera del consultorio, Mónica paseó la mirada por el pasillo hasta divisar a Simón en un rincón poco llamativo. Ese hallazgo le provocó un respingo. «<Así que Alejandro le ha asignado un escolta a Luciana… ¿Tanto le importa? Pensó con amargura. A mí nunca me protegió de esa forma…>>> 2
***
Aquel día fue especialmente ajetreado para Luciana, quien no terminó su última consulta sino hasta pasadas las seis y media. De todos modos, había quedado en verse con Alejandro a las siete en la parte trasera de la Universidad CM, así que llevaba tiempo de sobra. Guardó sus cosas y salió del hospital, caminando sin prisa hacia la puerta posterior de la universidad.
Esa zona,
lindera con la calle posterior, estaba llena de negocios y tienditas. Luciana avanzaba distraída, echando un vistazo sin mucho interés. De pronto, se detuvo frente a una pastelería, inhalando el olor dulce que flotaba en el aire. A través de la vitrina vio a la empleada colocando bandejas recién horneadas: eran tartaletas de huevo, aún humeantes.
-¿En qué piensas? —murmuró una voz masculina detrás de ella, notando cómo Luciana se había quedado mirando. Sintió el cálido contacto de su cuerpo y el inconfundible aroma a colonia mentolada que delataba a Alejandro.
Ella no se sobresaltó en absoluto, pues reconoció su presencia. Sin apartar la vista de las tartaletas, señaló con el dedo.
-Mira… tartaletas de huevo.
-¿Te antojan?
Luciana contempló las piezas recién salidas del horno con evidente deseo, pero acabó negando con la cabeza.
-No… creo que no.
Su tono, sin embargo, distaba de ser convincente. Alejandro notó de inmediato la contradicción entre sus ojos golosos y su respuesta. Entonces la tomó de la mano y la guio dentro de la pastelería:
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-Si te apetecen, las compramos. –Al notar que ella vacilaba, añadió-: No es un problema de dinero, Luciana. Si mi esposa desea tartaletas de huevo, con gusto se las compro.
-No es por el dinero… quiso explicarse ella, pero fue en vano. Alejandro ya le había pedido a la vendedora una caja.
-Listo, aquí las tienes. ¿Basta con una caja?
–
Sí, suficiente… -respondió Luciana sin mucho entusiasmo. Al salir de la tienda, no se veía
contenta en absoluto.
Alejandro, extrañado, frunció el ceño.
-¿Hice algo mal?
-No… contestó ella, bajando un poco la mirada, como una niña que ha hecho alguna travesura-. Es que últimamente solo me provoca comer el relleno de la tartaleta y no la corteza, así que pensaba que sería un desperdicio…
—Ah… —Alejandro levantó las cejas al entender por fin el asunto. ¿Y eso qué? —Le revolvió el cabello con suavidad—. ¿No te acuerdas de que tienes esposo? Come el relleno tranquila. ¿ Prefieres hacerlo aquí o en el auto?
En la puerta de la tienda había una pequeña terraza con sillas y una sombrilla.
-Mejor aquí -respondió Luciana.
-Vale. -Él la condujo hacia el asiento, tomó la caja y la abrió con una sonrisa indulgente.
-Adelante, come -la animó.
-Oh… —ella tomó una y, tras tragar saliva, le dio una mordida, cerrando los ojos con expresión de completo placer.
Él la contempló en silencio. Cuando Luciana terminó de saborear el relleno, él, con toda naturalidad, tomó la tartaleta que ahora solo conservaba la costra.
-El relleno es tuyo; la masa, para mí. 2
-¿Perdón? -preguntó ella con incredulidad.
Sin molestarse en explicarse, Alejandro se llevó al instante la corteza a la boca.
-¡Oye! -exclamó Luciana, atónita—. ¡La mordí yo! Está llena de mi saliva.
-¿Y? —respondió él con una mirada significativa—. ¿Crees que no he probado tu saliva antes?
Al instante, el rostro de Luciana se tiñó de rojo. Desconcertada, tomó otra tartaleta y se
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concentró en comer sin responderle.
-Tranquila, no te atragantes —dijo Alejandro con una sonrisa tierna, metiendo la mano al bolsillo -. Hmm… ¿y esto? ¿Dónde…?
Se puso de pie, palpando todos los bolsillos, como si buscara algo con urgencia.
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